15 de abril de 2013

Sobredosis



En el restaurante O Cuco, en Vila Viçosa, un bello y aristocrático pueblo del Alentejo portugués, un plato de boquerones no se lo salta un gitano. El que nos sirvieron de segundo (antes habíamos tomado un caldo verde) incluía 25 boquerones (terminé contándolos por curiosidad), una impresionante ración de arroz hervido, otra de patatas fritas y una pequeña montaña de zanahoria rallada. El camarero, burlón, nos miraba de reojo viendo nuestros esfuerzos por acabar entre dos lo que en la carta figuraba como ración individual.
En el restaurante Rodrigo de la Calle de Aranjuez, que también tiene Palacio Real, como Vila Viçosa, alguna de las exquisiteces que proponen en la carta no es más grande que una avellana. Hace unos días, cuando comentaba a un amigo lo que comí en Montia (En el El Escorial. También con Palacio Real) me preguntó si es uno de esos sitios de los que sales con hambre.
Lo de Vilaviçosa es, evidentemente, una sobredosis (al fin y al cabo, en portugués, ración se dice dose), como lo son todos esos Big Mac y cosas por el estilo que nos ofrecen los restaurantes de comida rápida. Pero también es verdad que en muchos restaurantes modernos las dosis, por seguir con términos lusos, son cada vez más pequeñas y casi parecen microscópicas cuando se sirven en platos de cuarenta centímetros de diámetro.
Más de una vez, en conversaciones con amigos, ha salido el tema y no es fácil llegar a una conclusión válida para todos. Se argumenta que ya no estamos en los años del hambre y que, a un restaurante, se va a disfrutar de sabores, aromas e, incluso, con la vista. Son los que piensan que, para salir satisfecho, no es necesario que tengas que aflojarte el cinturón un agujero o dos. Pero también hay quienes se sienten estafados cuando, después de una sucesión de bocados presentados con primor, te sacan la cuenta en vez de servirte el primer plato.
Otros creen que el restaurante ideal es el que sirve raciones enormes (usted no paga si es capaz de acabar el cocido que le vamos a servir) aunque la calidad no sea la mejor. O quien, de la mariscada, alaba no tanto que sea exquisita como su abundancia, aun a riesgo de terminar una semana en dique seco con un ataque de gota. En el extremo de esta postura están los que, en un bufet, cargan el plato como si hicieran acopio de víveres para resistir un asedio.
Los hay que huyen de esos dos extremos y señalan que en el medio está la virtud. Tampoco estoy yo segura de que eso sea cierto. O al menos de que sea siempre cierto.
Yo, cuando voy a un restaurante lo que quiero es que responda a las expectativas que previamente me he hecho. Si voy a un sitio de menú barato, espero que la comida tenga una calidad mínima, esté cocinada razonablemente y que la ración sea suficiente. Lo demás es pedir peras al olmo. Se trata de hacer una de las comidas del día y, al fin y al cabo, yo para comer a diario hago un guiso de lentejas, pongo verduras o frío huevos, pero no me meto en las complicaciones de cuando tengo invitados a cenar.
Ahora, si me voy a dar un homenaje en un restaurante con estrella Michelín, más que saciar el apetito, lo que pretendo es disfrutar de lo exquisito: que lo que coma tenga sabores delicados y sutiles; que el servicio sea perfecto, que el local sea agradable y, si es posible, que la cuenta se pueda pagar. En definitiva, que te ofrezcan algo distinto y sorprendente, no que hagan un paripé de cocina de autor seguido de sablazo.
Y, entre un extremo y otro, queda una larga escala, que va desde el restaurante de comida casera donde bordan los guisos, hasta la arrocería que trata la paella como Dios manda; desde el horno que asa el cordero en su punto, hasta la marisquería que ofrece un producto honrado, no fuentes de langostinos a precio de ensalada. O esos restaurantes agradables, con cocineros que saben lo que hacen, buena materia prima y camareros que intentan agradar.
Aunque todo el mundo conoce sitios horribles donde te tratan a patadas pero que merecen la pena por ofrecer algo extraordinario, lo normal es que un buen restaurante sea un sitio cuyos responsables aman de verdad su trabajo y cuyo objetivo es que el cliente coma bien y se sienta bien tratado en un lugar agradable. Seguro que en estos la ración es la adecuada. Cuando el dueño piensa que al cliente se le puede dar cualquier cosa, porque “total, ni se entera”, lo mejor es huir. O no volver, si nos pilló desprevenidos.
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