25 de marzo de 2014

El gusto es mío (y de otros mil factores)






















Sobre gustos no hay nada escrito, así que vamos a solucionar esta carencia. Sin excesivas esperanzas, vista la persistencia del refrán, he escrito “gusto” en el buscador de Google y han aparecido nada menos que 10.700.000 resultados. No está mal para un tema sobre el que nada hay escrito. Echando un vistazo por encima, leo eso tan conocido de que hay cinco sabores básicos: ácido, dulce, salado, amargo y umami, que ha sido el último en incorporarse a la lista, hace ya un siglo por obra de un científico japonés. Umami, en el idioma del Imperio del Sol Naciente significa sabroso, un nombre que casi es una redundancia.
Al parecer, según sesudos estudios, el sabor sobre el que hay más consenso es el dulce, que prácticamente gusta a todos desde pequeños. Los demás, se van aceptando poco a poco, empezando por el salado, el ácido y, finalmente el amargo: siempre hemos dicho que a nadie le gusta la primera cerveza.
El sentido del gusto reside placenteramente en las papilas gustativas, repartidas por toda la lengua: en la punta las que sirven para apreciar los sabores dulces y salados; en los lados, las que detectan los ácidos y, en la parte posterior, las encargadas de los amargores. Puede haber hasta 10.000 de estas papilas, pero hay personas que no tienen más de 2.000, casi insuficientes para informar al cerebro de los distintos sabores. Los primeros, sin embargo, tienen una buena predisposición para el sibaritismo.
Es curioso que para que se activen las papilas gustativas es necesario que estén humedecidas. Se puede comprobar secándose bien la lengua con una servilleta. Después, si te pones sal en ella no notarás el sabor salado hasta que no cierres la boca y la sal entre en contacto con papilas situadas por otras zonas que si están húmedas.
Como la naturaleza es sabia, para que todo esté bien lubricado de saliva, segundos antes han actuado otros dos sentidos: la vista y, sobre todo, el olfato, que hacen funcionar las glándulas salivares (se me hace la boca agua) y preparan todo el aparato gustativo para apreciar los sabores de lo que la cuchara o el tenedor nos llevan a la boca.
El olfato puede incluso alterar los sabores o su percepción. Todos hemos experimentado cómo, cuando estamos resfriados, los alimentos no nos saben a nada. Pero probad a comer algo mientras oléis un aroma intenso: por ejemplo, vainilla. Percibiremos un sabor distinto. Al parecer, el olfato tiene más importancia que las papilas gustativas en la percepción de los sabores.
También la vista y el tacto interactúan con el gusto. Un estudio realizado por la Universidad Politécnica de Valencia junto con la Universidad de Oxford y el King’s College de Londres demostró que el tipo de cubiertos y la vajilla pueden hacer que los alimentos nos sepan de forma diferente. A los que participaron en el estudio les dieron a probar el mismo yogur con una cucharilla de plástico y otra de metal. Todos pensaron que el yogur que tomaban con cucharilla metálica era mejor. Lo mismo hicieron con distintos tipos de sabores (dulces, ácidos, amargos) usando distintos tipos de cucharilla (bañadas en oro, en cobre, en cinc y en acero inoxidable). De nuevo quedó claro que el tipo de cucharilla hacía que el mismo alimento supiera diferente. Y una misma mousse de fresa, servida en platos blancos, sabía más dulce que la servida en negros. Vamos, que se empieza a comer por la vista.

Me han preguntado por el picante y su lugar en este mundo de los sabores. Los que entienden de esto ni se dignan a entrar en materia, porque están convencidos de que el picante no es un sabor, sino un castigo para las papilas gustativas.
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