7 de mayo de 2014

La Provenza

















En La Provenza, la cocina de los restaurantes cierra a las 2 de la tarde. Por la noche, si pides mesa para cenar después de las nueve, el maitre arquea la ceja y, tras mostrarte tu desolación (je suis désolé), te aseguras que ya no es posible. Por lo demás, La Provenza es uno de los sitios más agradables para vivir que conozco. Lo mismo pensaba Peter Mayle, un inglés que decidió quedarse allí a vivir. Lo contó en un libro, cuyas ventas le hicieron millonario, pero que, a la postre, fue su perdición. Alcanzó tanta popularidad, que los turistas llegaban a invadir, cámara en ristre, el jardín de la casa que se había acondicionado en un pueblo remoto de la montaña de Luberon. Al final tuvo que venderla. El libro en cuestión se titula Un año en la Provenza y es una delicia. Hay quien dice que su éxito de ventas es culpable en parte de que la Provenza se pusiera de moda y los precios subieran a ritmo de burbuja.
Aprovechando la semana del puente, hemos hecho un viaje con Jorge y Pilar por esta región a la que, en un rasgo de humor burocrático, ahora se conoce como PACA (Provenza-Alpes-Costa Azul).

Los mercados
Esto no es una guía turística, así que sólo algunas notas gastronómico-culinarias, que al fin y al cabo es el leitmotiv de nuestro blog. Lo más interesante, los mercados. Callejeros o en espacios cerrados, son extraordinarios. En todos hay una exuberante oferta de productos frescos de calidad que terminan desatándote los jugos gástricos. Da envidia la enorme cantidad de variantes que se ofrecen de cada producto: si se trata de patatas, las hay se siete u ocho clases distintas, según como se vayan a cocinar; las lechugas son tan variadas que es difícil elegir; los panes con un número de formatos y texturas inimaginable en las austeras tahonas españolas; o los embutidos, especialmente salchichones, que te atraen con un imán por sus aromas.
 Y los quesos… En un país en el que las comidas terminan con la tabla de fromages, los tenderos se afanan en ofertar variaciones y procedencias para todos los gustos, como en esa Maison du Fromage de Les Halles Centrales de Aviñón, donde la amable Cathy, en un español casi perfecto, aprendido en las playas de Sitges, nos despachó un surtido de quesos (Savoie fermière, Ossau de Iraty, Chabochou, Camembert y Rollot) que espero extraordinario.

En Francia, que ha desarrollado los hiper como nadie en Europa, la complicidad de clientes y tenderos, mantienen todavía las pequeñas tiendas de barrio con un surtido a prueba de las parroquianas más exigentes. En esto, las dos partes son muy importantes. Como leí hace poco, no hay que preguntar cuándo desapareció el ultramarinos del barrio, sino cuando dejé de comprar en él.
En los barrios de las ciudades francesas también hay pequeños comercios de menaje, donde se encuentra de todo. En uno de ellos, Culinarion, me compré el artilugio de la foto, que pronto utilizaremos en una de nuestras clases. ¿Alguien sabe qué es?
Y si no encuentras lo que buscas, puedes probar en los vide grenier que se organizan cada dos por tres en barrios o pueblos y en los que la gente vende a precios de ganga las cosas viejas que le estorban en las casas. En uno, a las afueras de Arles, compré media docena de copas muy bonitas por tres euros.

A la mesa
En cuanto a la comida, me llamó la atención la generosidad con que utilizan el ajo, sobre todo en las zonas del sur. Los aliolis, las bullabesas, el pistou… todo lleva su cumplida y olorosa ración de ajo. Un fuerte ali oli llevaba un estupendo bacalao, con patatas, zanahorias y judías verdes que me pusieron en un restaurante de Arlés, una ciudad histórica que rezuma ambiente taurino por los cuatro costados y donde no es difícil tomarse un contundente quiso de carne de toro en cualquier restaurante.
Con el buen tiempo, varios días hemos comido al aire libre, en esas terrazas a la sombra de los grandes plátanos, que te puedes encontrar en cualquier plaza de Aix-en-Provence, Arlés o Aviñón. Comida sencilla, cocinada y presentada con esmero y a precios razonables: ¿se puede pedir más?

Una dirección gourmet, el bristrot A coté, en Arlés. Es la segunda marca de Jean Luc Rabanel, un chef que tiene dos estrellas Michelin en el restaurante de al lado: L’atelier.
En un ambiente desenfadado, de mesas pequeñas y sin mantel, tomamos unos finísimos espárragos de la Camargue, con salsa holandesa aromatizada a la naranja, un foie gras de pato a la pimienta, extraordinario o una gardianne de toro realmente estupenda. En los postres, nos encantó la magnífica tarta de peras y almendras. El menú con postres (excelente la empanada de piña con salsa helado de azafrán) y vino salió a menos de 50 euros por cabeza lo que, a ese nivel y en Francia, es barato.
Una delicia, desde todos los puntos de vista, este viaje a la Provenza, que fuera de temporada alta es muy agradable. En los meses de verano, la cosa no pinta tan bien, sobre todo en las localidades más turísticas. Un pueblo como Les Baux recibe al año dos millones de turistas, lo que supone una media de casi seis mil diarios para una localidad de unos mil habitantes. No me extraña que, en Vauvenargues, donde Picasso compró un chateau, en cuyo parque está enterrado, los vecinos se hayan opuesto a la creación de un museo del pintor: no quieren ver alterada su tranquila existencia, al pie del monte Sainte Victoire, por hordas de turistas que, como dice su alcalde, convertirían la población en un gigantesco aparcamiento jalonado de tiendas de postales. Todavía queda gente sensata.
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1 comentario:

Lovely Laura dijo...

Mmmmmmm qué bueno todo y qué recuerdos de mi viaje a la Provenza... Yo disfrute muchísimo de uno de mis platos favoritos, el steak tartare, de la tarte tatin de postre, que nunca perdonaba, y por supuesto de los quesos que son una delicia... y que volví a disfrutar el fin de semana pasado gracias a los que me trajeron mis padres de allí. Me alegró que hayáis disfrutado el viaje, tanto turística como gastronómicamente. ¡Un beso!
Laura