18 de mayo de 2016

Tajín






















En estos tiempos en los que las espumas y esferificaciones marcan la vanguardia culinaria, no deja de ser un lujo gratificante cocinar con un tajín. El tajín o tajine es esa gran fuente plana de barro, tapada con un cono del mismo material que semeja un volcán, aunque para serlo le falta que el cráter esté abierto y permita que entre en erupción, cosa que nunca va a ocurrir. Con el cráter tapado, el vapor que desprende el guiso queda retenido en la parte superior del cono y permite mantener siempre jugoso el plato que estemos cocinando. O sea, que eso de cocinar al vapor tiene un largo recorrido en la cocina popular, no es un invento de los chefs modernos. Como se trata de un cacharro de barro la cocción es más lenta, lo que también suele contribuir a que se conserven mejor los sabores de los productos que cocinamos. Además, el barro preserva bien el calor y, aunque pase un poco de tiempo, el tajín permitirá que el tajín (valga la redundancia) no llegue frío a la mesa. Porque tajín es también el nombre del guiso que se cocina en este tipo de recipientes, como si se quisiera resaltar que este cacharro determina siempre las características del plato que se elabora en su interior. Es, por tanto, uno de esos utensilios de cocina que terminan dando su nombre a lo que se elabora en ellos.
En este sentido, es igual que la paella (paellera es la que hace la paella), que da nombre al plato más conocido internacionalmente de la cocina española. Sólo a un guiri se le ocurriría hacer paella en otro utensilio que no sea ese gran círculo de bordes bajos que, no se sabe por qué oculta ley física, diferencia la paella de otros muchos arroces no menos interesantes.
En Portugal, la cataplana también da nombre al guiso que se cocina en ella: cataplana de marisco, cataplana de pescado, cataplana de arroz… Hay casi tantas modalidades de cataplana como formas de hacer el bacalhau. 
La cataplana es una especie de gran nuez de cobre, que se abre por su ecuador, para cerrarse de nuevo sobre los alimentos que se van a cocinar en ella. También, como el tajin, impide que se escape el vapor y por tanto el sabroso jugo de lo que se cuece en ella. Es decir, como cocinar a la papillote.
Siempre digo que los platos más populares y sabrosos no son otra cosa que una serie de felices coincidencias al cocinar con lo que se tiene más a mano: cuando una vez, por casualidad, ha salido un plato extraordinario, lo lógico es tratar de repetirlo. Lo mismo pienso de los utensilios tradicionales de cocina. Seguro que en el camino se han descartado muchos otros, pero los que han llegado a nosotros es porque han demostrado que son imprescindibles para determinados platos y se les premia dándoles su nombre. Estoy pensando en el puchero, el caldero, la marmita de hierro francesa o la fondue suiza. Son recipientes pensados para guisar sin prisas, con el reposo que requiere la mejor cocina, siempre alejada de ese nefasto fast food que esta pervirtiendo nuestras mejores costumbres alimentarias.
En el extremo contrario a esas prisas está también la olla ferroviaria, un curioso artilugio que, en cierta forma, también da nombre a lo que se cocina en su interior.
Se trata de un recipiente de forma tronco-cónica bastante alargada, que utilizaban antiguamente los ferroviarios: parecía una cubeta de madera puesta al revés. En su parte inferior, llevaba un hornillo en el que se ponían las brasas que se sacaban de las calderas de las locomotoras de vapor. En la parte superior, en un recipiente bien aislado, se ponían los ingredientes para un buen cocido, que se iba haciendo a lo largo de la jornada laboral, de manera que, en aquellos lentos y perezosos trenes, el ferroviario podía poner en marcha su olla al salir de la estación del Norte y tomársela en Medina del Campo. O en Miranda de Ebro, si las legumbres le gustaban más pasadas.

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